En 2016 Serena Williams publicó en sus redes sociales una foto de Athea Gibson sosteniendo el «Venus Rosewater Dish» tras conquistar Wimbledon en 1958. Fue la primera mujer negra que lo consiguió e inspiró su carrera y la de su hermana Venus. Ambas son símbolo de la lucha racial que pervive dentro y fuera del deporte. Aunque muchas cuestiones no sean, por fortuna, como en tiempos de Gibson, la discriminación pervive disfrazada en otros detalles. Lo sabe bien la flamante premio «Princesa de Asturias», que entre 2002 y 2016 ganó siete veces en las canchas del All England Club, elitismo puro en un pueblo encantador, cerca de Londres, una de las metas que siempre tuvo en su tenaz cabeza. «De pequeña me dijeron que no podría cumplir mis sueños por ser mujer y menos por el color de mi piel». Así intentaban los suyos ponerle los pies en la tierra, pero ella se resistió a aceptar ese vaticinio y luchó como una leona dentro y fuera de las pistas. Hoy, vecina de Donald Trump en Palm Beach, multimillonaria, madre de dos hijos y empresaria en el mundo de la moda, Serena Williams no se recrea en la autocomplacencia. Ahora que ya es un poco princesa seguirá sacando las uñas y metiéndose en todos esos charcos que hablan de justicia social y racial.
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